Ni siquiera nos conocíamos. Ella viajaba con su bebé de año y pico; con Alcides (nuestro amigo en común y único vínculo) compartíamos la habitación del hotel. Llevaba una valija vieja. Allí estaban los tres pasos fundamentales de su performance.
Fue durante la 21ra Bienal de San Pablo, en 1991, y se habían programado varias acciones. Verónica Artagaveytia venía de Uruguay, pero vivía en la Argentina, participaba de esa doble nacionalidad que tenemos argentinos y uruguayos. Y un día irrumpió con su acción. Eligió el piso tercero del pabellón de Ibirapuera. El primer personaje era Blanco. Tenía una máscara de arcilla blanca, la cabeza llevaba un tocado-cornamenta con caireles transparentes colgantes y donde se envolvía con gracia abullonada un tul blanco. Lo más hermoso fue el silencio de sus pasos. Estaba secundada por una asistente y se movía con lenta rigidez. Aquel silencio se rompió cuando ella estrelló la máscara sobre el piso. Mostró su rostro, también pintado de blanco. Recordé la frase de Yukio Mishima: tenía la máscara tan pegada al rostro que ya no sabía qué era máscara y qué era rostro. Su asistente le colocó un mantón de Manila, ahora el personaje se había transformado en Rojo. Y la voz se transformó en palabras: et mes ongles semblables aux ongles des harpies sauront jusqu´ a ton coeur se frayer un chemin… un texto del conde de Lautremont que resonaba por los rincones del pabellón. Gesticulaba exageradamente con la boca y con las manos, había perdido la dignidad aristocrática del personaje Blanco. El último personaje era Negro, de su tocado ahora pendía un penacho de crines y su tobillo arrastraba una cadena que terminaba en hueso; una capa raída y negra se abría y cerraba con el aleteo de sus brazos de buitre. Había llegado -naturalmente- al plano terrestre, a la planta baja del pabellón. Ahora le tocaba el turno Charles Baudelaire, eran los versos de La carroña: Au détour du sentier une charogne infame sur un lit semé de cailloux…. Un séquito de curiosos ahora se atemorizaba con los alaridos versificados hasta que finalmente ese personaje de espalda corva y ojos desorbitados se arrodilló y con su capa se enterró a sí mismo. Había concluido una performance espontánea. Ninguna autoridad lo impidió, todo se desarrolló como si hubiera estado programado.
Ese mismo año, 1991, la misma performance se repitió –a mis instancias- en la Facultad de Filosofía y Letras. Se repartió un humilde catálogo con el nombre de la performance: “3 colores, 3 alturas, 3 textos; de la muladhara a la sahasrara, de malkut a kehter”. El arte de acción era en sí una novedad para los primeros años de los noventa, y los textos de la cábala y el sistema de chakras eran un conocimiento accesibles a pocos. Hay una tercera tradición simbólica que interactuaba con la hebrea y la hindú, la de los alquimistas. Nigredo, Albedo y Rubedo, los tres estados de transmutación concordaban con los colores que había elegido Verónica para su performance.
Nuestra artista estaba dramatizando el ascenso o descenso espiritual del hombre, su verdadera transformación. El chakra inferior se asocia generalmente a la sobrevivencia básica y se ubica en la base de la columna vertebral; el chakra superior se ubica en la coronilla, se lo conoce como el “loto de mil pétalos” o la “décima puerta”, cuando la energía kundalini asciende al séptimo chakra la persona siente una sensación de dicha, unión con el cosmos. Se dice que cuando un alma iluminada abandona el cuerpo, lo hace a través del séptimo chakra.
Para los místicos judíos la cábala es un saber teórico y práctico destinado a proporcionar un camino de crecimiento espiritual. Se remonta al siglo III y su forma más accesible es el sefiroth o Árbol de la Vida, un poderoso símbolo que todo lo abarca y explica el acto de darle existencia al universo. Dios reveló diez de sus atributos representado en un símbolo llamado sefirath unidos por una serie de relaciones precisas, su recorrido comienza en Kether (la corona) que representa todo lo que fue, es y será; y termina en Malkhut (el reino), que corresponde a la presencia de Dios en la materia- El camino que va de Kether a Malkhut conduce a través de los atributos de la sabiduría, el entendimiento, la misericordia, el juicio, la belleza, la eternidad, la reverberación y el fundamento y está gobernado por los tres principios divinos de la Voluntad, la Misericordia y la Justicia.
La performance de Verónica fue la puesta en escena del “camino de la vida”, pero no de la vida de cualquiera, sino de aquel que aprende a vivirla. Sabemos que se puede vivir “en piloto automático” cumpliendo con los mandatos culturales, sociales y familiares; pero hay otra opción, más dificultosa, que es bucear en el propio sentido, descubrir la “areté” (virtud) de cada uno, la misión para la que vino ya capacitado, y cumplirla. Cuando Verónica sube o baja con sus personajes, también está dramatizando nuestras caídas y ascensos. El tarot, la astrología, la alquimia, la cábala y prácticas como el yoga (en todas sus variantes) son algunos de los dispositivos que los “maestros” le facilitan al hombre, actúan como guías de viaje, si consideramos la vida terrenal como una excursión por la materia, para regresar luego a nuestra Patria Celestial, de donde provenimos. El hecho de que la performance sea una caminata (descendente o ascendente) nos recuerda la práctica antiquísima y actualísima del peregrino, la raíz de la palabra es latina y quiere decir “extranjero”, pues es lo que somos en este mundo extraño de la materia. Y mientras vivamos fuera de nuestra Patria, “alguien” nos va a ayudar a transitar el camino. Quizá este haya sido uno de los sentidos más fuertes de la performance de Verónica, recordarnos que disponemos de varias guías para nuestro curso de vida.
Julio Sánchez (*)
Invierno del 2005
(*) Lic. en Historia del Arte, crítico de arte, docente, curador. Dictó clases en la Universidad de Buenos Aires y la New York University, actualmente en la Universidad del Cine y la Universidad de Tres de Febrero. Como crítico de arte, escribió para la revista La Maga y actualmente para Arte al Día, Cultura y el diario La Nación; es jurado de premios nacionales y privados y dicta seminarios de especialización en Buenos Aires y el interior del país. Curador del Pop Hotel Boquitas Pintadas y Tono Rojo Wine & Art, Premio Arlequín al Crítico de Arte del bienio 2002-2004.